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22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


4/2/19

Jorge Luis Borges reseña «Introduction à la Poétique», de Paul Valéry





10 de junio de 1938


El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collège de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos».

No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador.

Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes:

¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!*

Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así:

¡Vieran lo que me asombra este aparato!

o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.)


[*] Con tino y generosamente, Marcelo Zapata apunta que Borges cita de memoria y erróneamente ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! El soneto de Cervantes dice ¡Voto Dios, que me espanta esta grandeza! Lo he verificado en todas las ediciones (papel) a mi disposición y en las digitales. Sin embargo, encuentro un manuscrito temprano de Cervantes con la versión que cita Borges.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016






















Foto arriba:
Paul Valéry à sa table de travail, Paris, ca 1930 -by Germaine Krull
from sothebys



9/12/18

Jorge Luis Borges: Reseña de "Trau keinem Jud bei seinem Eid", de Elvira Bauer

















Imágenes cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados


28 de mayo de 1937

Ya se han vendido cincuenta y un mil ejemplares de este libro didáctico. Su propósito es iniciar a los niños y niñas de las escuelas en los deberes y deleites inagotables del antisemitismo. Oigo que en Alemania la crítica ha sido vedada a los críticos y no se les tolera sino la descripción de las obras.

Me limitaré, por consiguiente, a describir algunos de los grabados que integran este voluptuoso volumen. Dejo el estupor (y el aplauso) a cargo del lector.

El primer grabado ilustra la tesis: «El Demonio es el padre de los judíos».

El segundo representa un acreedor judío que se lleva los cerdos y la vaca de su deudor.

El tercero, la perplejidad de una señorita germánica, abrumada por un judío concupiscente que le ofrece un collar.

El cuarto, un millonario judío (provisto de un cigarro de hoja y de un fez) en el acto de expulsar a dos pordioseros de raza nórdica.

El quinto, un carnicero judío que pisotea la carne.

El sexto conmemora la decisión de una niña alemana que se niega a adquirir una polichinela en una juguetería semítica.

El séptimo denuncia a los abogados judíos, el octavo a los médicos.

El noveno comenta las palabras de Jesucristo: «El judío es un asesino».

El décimo, inesperadamente sionista, muestra una lacrimosa procesión de judíos expulsados, rumbo a Jerusalem.

Hay doce más, no menos ocurrentes e irrefutables.

En cuanto al cuerpo de la obra, básteme traducir estos versos: «Al Führer alemán los niños de Alemania lo aman; a Dios en el Cielo, lo temen; al judío lo menosprecian». Y luego: «El alemán camina, el judío se arrastra».


En: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016



Véase también Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio

Edición alemana de Trau keinem Jud bei seinem Eid, de Elvira Bauer
Tapa, portada, dos imágenes interiores y colofón 
Cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados



10/10/18

Jorge Luis Borges: Ernest Hemingway. To Have And Have Not






La historia de un malevo imaginada por un hombre de letras no puede no ser falsa. Dos tentaciones encontradas la acechan. La una: pretender que el malevo no es tal malevo, sino un pobre hombre nobilísimo de cuyas fechorías es culpable la sociedad. La otra: magnificar las atracciones diabólicas de su historia y demorarse con algún deleite en lo atroz. Ambos procederes, como se ve, son de tipo romántico. De ambos hay célebres ejemplos en la literatura argentina: las novelas cimarronas de Eduardo Gutiérrez, el Martín Fierro... Hemingway, en los primeros capítulos de este libro, parece desoír esas tentaciones. Su héroe, Captain Harry Morgan de Key West, comete fechorías no indignas del bucanero homónimo que asaltó la ciudad inexpugnable de Panamá y entregó una pistola al gobernador, como muestra de la artillería que le bastó para conquistar esa plaza... Hemingway, en los capítulos iniciales de la novela refiere sin asombro hechos bárbaros. Los refiere con naturalidad, con indiferencia, casi con tedio. No acentúa la muerte: Harry Morgan se resigna a matar a un hombre y no se vanagloria del hecho y no se arrepiente. Ante las primeras cien páginas, pensamos que la voz del narrador conviene a los sucesos narrados y que puntualmente equidista de la mera bravata y de la quejumbre. Creemos hallarnos ante una obra digna del hombre lejanísimo que escribió Adiós a las armas.

Inexorablemente, los capítulos finales nos desengañan. Esos capítulos, escritos en tercera persona, rinden una curiosa revelación: Harry Morgan es, para Hemingway, un varón ejemplar. Un entusiasmo esencialmente didáctico ha hecho que Hemingway exhiba sus homicidios a una generación decadente. La novela como tal, se hace polvo; apenas si nos queda entre los dedos una parábola nietzscheana.

A continuación traduzco un pasaje. El tema es el suicidio en América:

«Algunos se despeñaban por la ventana de la oficina; otros se iban tranquilamente en garajes para dos coches, con el motor en marcha; otros seguían la tradición nativa del Colt o del Smith Wesson: esos instrumentos tan bien construidos que dan fin al remordimiento, acaban con el insomnio, curan el cáncer, evitan las bancarrotas y abren una salida a posiciones intolerables con la sola presión del dedo: esos admirables instrumentos americanos tan fáciles de llevar, de tan seguro efecto, tan indicados para concluir el sueño americano cuando éste se vuelve una pesadilla, sin otro inconveniente que el matete que tiene que limpiar la familia».


Revista El Hogar, 13 de mayo de 1938

Luego Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Ernest Hemingway, ca 1950 -by Jean-Philippe Charbonnier



14/9/18

Jorge Luis Borges: Un resumen de las doctrinas de Einstein [R]






De las muchas cartillas que nos permiten deletrear (siquiera falazmente) las dos teorías de Albert Einstein, la menos fatigosa es acaso la intitulada Relativity and Robinson: La relatividad y Rodríguez. La publica The Technical Press, y modestamente la firma C. W. W. Según es de uso en publicaciones como ésta, el capítulo más satisfactorio es aquel que trata de la cuarta dimensión.

La cuarta dimensión fue imaginada en la segunda mitad del siglo XVII por el plotiniano inglés Henry More. (Hecho curioso: las razones que lo impulsaron a esa invención fueron de naturaleza metafísica, no geométrica.) Los partidarios de una geometría tetradimensional suelen argumentar de este modo: Si el punto que se traslada engendra una línea, y la línea que se traslada engendra una superficie, y la superficie que se traslada engendra un volumen, ¿por qué no engendrará el volumen que se traslada una figura inconcebible de cuatro dimensiones? El sofisma prosigue. Una línea, por breve que sea, contiene un número infinito de puntos; un cuadrado, por breve que sea, contiene un número infinito de líneas; un cubo, por breve que sea, contiene un número infinito de cuadrados; un hipercubo (figura cúbica de cuatro dimensiones) contendrá, siempre, un número infinito de cubos. Los caracteres de esa imaginaria fauna geométrica han sido calculados. No sabemos si hay hipercubos, pero sabemos que cada una de esas figuras está limitada por ocho cubos, por veinticuatro cuadrados, por treinta y dos aristas y por dieciséis puntos. Toda línea está limitada por puntos; toda superficie por líneas; todo volumen por superficies; todo hipervolumen (o volumen de cuatro dimensiones) por volúmenes.

Ello no es todo. Mediante la tercera dimensión, la dimensión de altura, un punto encarcelado en un círculo puede huir sin tocar la circunferencia; mediante la cuarta dimensión, la no imaginable, un hombre encarcelado en un calabozo podría salir sin atravesar el techo, el piso o los muros.

(En El caso Plattner de Wells, un hombre es arrebatado a un mundo de espantos; al regresar, advierten que es zurdo y que tiene el corazón del lado derecho. En otra dimensión lo habían invertido íntegramente, igual que en los espejos. Lo mismo que se da vuelta un guante, le habían dado vuelta la mano...)


Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Image: Albert Einstein, Princeton (NJ), 1951 -by Ernst Haas


9/9/18

Jorge Luis Borges: «Der Kampf Als Inneres Erlebnis», de Ernst Jünger







1° de Octubre de 1937


«Der Kampf Als Inneres Erlebnis»*, de Ernst Jünger



Aquel inapelable doctor Johnson que una vez declaró: "El patriotismo es el último refugio de los canallas", dijo también, hacia 1777: "La profesión de los marineros y de los soldados tiene la dignidad del peligro". Este ensayo de Jünger es una vindicación de la guerra; su motivo central es precisamente esa dignidad del peligro.

Es curioso el caso de Ernst Jünger. A los diecinueve años se batió como soldado de infantería en las trincheras del frente occidental; a los veinticuatro publicó un libro titulado In Stahlgewittern (Entre los huracanes de acero) que alaba y agradece la guerra. Ese libro inicial era narrativo; éste quiere fundar y definir una mística militar.

Para Ernst Jünger, la guerra no es un instrumento: es un fin. Es la experiencia más intensa de que el hombre es capaz; es una actividad desinteresada como el arte o la religión. Es una actividad que requiere (como la religión y como el arte) su vocación y su educación especial.

"La facultad de ensimismarse en la guerra como en el cielo estrellado o en una música —escribe Ernst Jünger— ha sido concedida a muy pocos. Los otros, los que no sienten en la guerra la afirmación, sino el propio dolor, ésos la viven como esclavos, no como hombres."

Dicho sea con otras palabras: la guerra (según Jünger) es una especie de arte minoritario o de religión esotérica. Muchos son los llamados —a veces, todos: por ejemplo, durante el bombardeo de una ciudad,— y pocos, o ninguno, los elegidos.

Rasgo de estricta lógica: la mística guerrera de Jünger excluye el odio, pero no la crueldad. En efecto, ¿cómo puede odiar el soldado a su necesario enemigo? Jünger, soldado de 1914, escribe contra el odio: esa mala pasión de los civiles y de los literatos. En su libro abundan los relatos heroicos; alguno de ellos exalta el coraje francés, inglés o americano.

Lástima grande que este militar prescinda, al escribir, de toda brevedad militar. En vez del laconismo que requieren su doctrina y su tema, se complace en la vana acumulación de metáforas insensatas: "el óseo puño del delirio que oprime los cerebros" (página 86); "el puño de esqueleto de la muerte sobre los campos asolados" (página 19). No dice: "en épocas de alguna tranquilidad". Prefiere aludir, fiel a su furor alegórico, a "esos entreactos en que el dios de la guerra golpea raras veces el suelo con su clava de hierro". No estoy exagerando; interrogue el incrédulo lector la página 22.


*La lucha como una experiencia interior, en su versión castellana.

En revista El Hogar, 1° de octubre de 1937
Luego en Borges en El Hogar (2000)
Jorge Luis Borges, Foto Michele Bossop

25/8/18

Jorge Luis Borges: The Mandaeans of Iraq and Irán, de E. S. Drower






[Reseña, 1938]

Omisión hecha del budismo (que es menos una fe o una teología que un procedimiento de redención), todas las religiones tratan vanamente de conciliar la notoria y a veces intolerable imperfección del mundo y la tesis o hipótesis de un dios todopoderoso y benévolo. Por lo demás, esa conciliación es tan frágil que el escrupuloso cardenal Newman (Ensayo de una gramática del asentimiento, parte segunda, capítulo séptimo) declara que preguntas como ésta: "Si es todopoderoso el Señor, ¿cómo tolera que haya sufrimiento en la tierra?" son callejones sin salida que no nos deben distraer del camino real ni entorpecer el curso directo de la investigación religiosa.

En los principios de la era cristiana, los gnósticos miraron de frente el problema. Intercalaron entre el mundo imperfecto y el Dios perfecto una casi infinita jerarquía de divinidades graduales. Busco un ejemplo: la vertiginosa cosmogonía que Ireneo atribuye a Basílides. En el principio de esa cosmogonía hay un dios inmóvil. De su reposo emanan siete divinidades subalternas que dotan y presiden un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procede una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, que fundan otro cielo más bajo, que es el duplicado simétrico del inicial. El segundo círculo se desdobla a su vez, y el tercero también, y el cuarto también (siempre con disminución de divinidad) y de ese modo hasta 365. El cielo del fondo es el nuestro. Es obra de demiurgos degenerados en cuyos pechos la fracción de divinidad tiende a cero... En esa fe vivieron hace diecinueve siglos los gnósticos: en una fe de tipo análogo viven ahora los sabianos de Persia y del Irak.

Abathur, dios inmóvil de los sabianos, se mira en un abismo de agua barrosa; al cabo de cierto número de eternidades, su reflejo impuro se anima y crea nuestro cielo y nuestra tierra con el socorro de los siete ángeles planetarios. De ahí las imperfecciones del mundo, obra de un mero simulacro de Dios.

Cinco mil sabianos hay en el Iraq y unos dos mil en Persia. Este libro es sin duda el más minucioso de cuantos se han escrito sobre ellos. La autora, Mrs. Drower, ha convivido con los sabianos desde 1926. Ha presenciado casi todas sus ceremonias: proeza más bien ardua si recordamos que las de mayor pompa suelen durar dieciocho horas seguidas. Ha compulsado y traducido también muchos textos canónicos.




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Images: 
Front row, left to right: Stefana Drower, Morag Tainsh 
and Colonel J. Ramsey Tainsh, Director of The Railway
Irak c. 1920s (Ms. Or. Drower)
Bodeian Libraries, University of Oxford Source

And cover (Publisher: Gorgias Press LLC)



1/5/18

Jorge Luis Borges: H. G. Wells contra Mahoma






De la vida literaria


Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —La Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaborarán con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. 

Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.





Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 6 de enero de 1939
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)


Portrait of  Herbert George Wells by George Charles Beresford
National Portrait Gallery: NPG x13208


Abajo: Portadilla de Breve historia del mundo Vía


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

16/3/18

Jorge Luis Borges: Sir James George Frazer. The fear of the dead in primitive religion







No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. 

En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton.

El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo.

La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres.

Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño.


En Revista El Hogar, 11 de diciembre de 1936
Luego en Obra crítica (2000)




Imagen: Sir James George Frazer by Lafayette
Whole-plate glass negative, 22 April 1926
Given by Pinewood Studios via Victoria and Albert Museum, 1989
© National Portrait Gallery, London




1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


23/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición alemana de «La carreta», de Amorim







Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de Paulina Lucero. Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega, del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado lado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. “Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho.” Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el Martín Fierro. Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen… Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro, y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En Don Segundo los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho.

Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de “estancias” que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres.

Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un gewaltiges Erlebnis para el lector alemán. 


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 9 de julio de 1937
Foto: Amorim y Borges durante una tertulia en Salto, Uruguay
Imagen restaurada por el Institut Valenciá de Cultura

29/8/17

Jorge Luis Borges: Ante la ley [Traducción de «Vor dem Gesetz» de Franz Kafka]






Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un hombre de la campaña que pide ser admitido a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si luego podrá entrar. ‘Es posible’, dice el guardián, ‘pero no ahora’. Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice: ‘Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el más subalterno de los guardianes. Adentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar’. El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y lo deja sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor poderoso, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, se va despojando de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehusa, pero declara: ‘Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño.’ En los muchos años el hombre no le quita los ojos de encima al guardián. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su destino perverso; con la vejez, la maldición decae en rezongo. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que lo socorran y que intercedan con el guardián. Al cabo se le nublan los ojos y no sabe si éstos lo engañan o si se ha obscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo. ‘¿Qué pretendes ahora?’, dice el guardián; ‘eres insaciable’, ‘Todos se esfuerzan por la Ley’, dice el hombre. ‘¿Será posible que en los años que espero nadie ha querido entrar sino yo?’ El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga: ‘Nadie ha querido entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla’.



En El Hogar, 27 de mayo de 1938.
Luego en  Antología de la literatura fantástica, en col. con A.Bioy Casares y S. Ocampo (1977)
Versión castellana de Kafka, Franz; «Vor dem Gesetz», Berlín, junio de 1914
Mural Borges Kafka, por Leonardo Polesello, II Bienal Borges - Kafka, Buenos Aires, mayo de 2010

4/2/17

Jorge Luis Borges: Eduardo Gutiérrez, escritor realista








Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay, los hombres de Artigas. All the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, cabe en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho. 
¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser "la personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro". 
Luego denuncia "la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje" y deplora, en el mismo dialecto pictórico y pintoresco, "que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma". Además, pondera la simpatía de Gutiérrez "por el noble hijo del desierto", saluda de paso a su hermano Carlos, "un bello espíritu, nutrido y gentil" y anota que "la influencia del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas creaciones".
El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre los dos temas de Hernández "pelea de Martín Fierro con la partida" y "pelea de Martín Fierro y de un negro". Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? 
Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra. 
Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por golpear a una vieja y que la amenaza de muerte "la primera vez que usté se limpie las manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía". Luego se va enviciando en el crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los dos casi rehúyen y a la que los empuja su fama. 
Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe... 
A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta "darnos la certidumbre de un hombre", para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el "verdadero" Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras "del renombrado autor argentino" ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que escribo: también, modos de muerte. 
Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911: "...aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez, especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento". 
Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es, desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida.


En Textos Cautivos (1986)
En Miscelánea (1995, 2011)
Primera publicación en El Hogar
9 de abril de 1937, Año 33, Número 1434
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 de octubre de 1975
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni



4/5/15

Jorge Luis Borges: Respuesta a una encuesta publicada el 7 de septiembre de 1945 en la revista El Hogar








Interrogante: La velocidad es una conquista de nuestra época. ¿Cree usted que es útil?


Jorge Luis Borges: La pregunta me conmueve. Tiene el peculiar, el patético, el casi intolerable sabor de 1924, año en que el futurismo, tardía reedición italiana de ciertas inflexiones de Whitman, fue tardíamente reeditado en Buenos Aires. Pero ¿a qué alegar fechas tan próximas? Hace más o menos un siglo, De Quincey publicó un artículo titulado: “The glory of motion” (La gloria del movimiento), que declaraba que un insospechado placer, la velocidad, había sido revelado a los hombres mediante la invención de las diligencias.
Hace veinticuatro siglos, Zenón de Elea demostró que para que una distancia fuera infinita, bastaba subdividirla hasta lo infinito. Las velocidades, ahora, propenden a ser infinitas; el mundo, infinitesimal. Las técnicas para lograr la velocidad son admirables como medios; empobrecedoras como fines. Hay quienes creen haber circunnavegado el planeta; en verdad, no han hecho otra cosa que pasar de un hotel a otro hotel idéntico.
Hay quienes creen hablar por teléfono; en verdad, no hacen otra cosa que decir ¡hola! por teléfono. Hay quien mantiene, para comunicarse con Londres, un aparato receptor de onda corta; en verdad, no hace otra cosa que oír detonaciones, campanadas, cacofonías, gárgaras y zumbidos producidos en Londres. Viajar, ahora, es una de las formas más costosas de la inmovilidad.
Inventar o comprender una máquina es meritorio; manejarla es indiferente. Un hombre puede ser maestro en el arte de viajar en tranvía y ser harto menos complejo que un tranvía.

7 de septiembre de 1945


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
También en: Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
Año 41, N° 1873, 7 de septiembre de 1945
Foto Borges en la Librería Casares
Propiedad de Alberto Casares
27 de noviembre de 1985, Vía



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